viernes, 17 de octubre de 2008

La vocación esponsal de la persona

La persona humana alcanza su realización personal por medio de la comunicación de amor. El ejercicio del amor interpersonal es la actividad que mejor posibilita y más contribuye a la realización de la persona en cuanto tal. Esta concepción de la persona nos ofrece una clave fundamental para entender el ser del hombre, el sentido de la libertad y la orientación. El amor esponsal es el ámbito de maduración en el amor humano. Por el amor esponsal la persona debe alcanzar la realización de una faceta fundamental del su ser: la dimensión esponsal. La persona humana posee una doble modalidad: hombre y mujer, con una específica complementariedad sexual, que la capacita para realizarse en el amor esponsal. El amor esponsal tiene su origen remoto en el enamoramiento.

El enamoramiento es un estado emocional marcado por un fuerte sentimiento de atracción hacia otra persona. Se descubre en la otra persona algo especial, atractivo: belleza física, talento, expresividad, alegría, estilo de vida, modo de pensar, ocurrencias, gracia humana… Se descubre algo único e irrepetible que llama la atención, y resulta muy atractivo; se desea la compañía de esa persona, su cercanía física. La estima, cariño, fortaleza, seguridad, orientación, estabilidad y equilibrio humano que se recibe del otro provoca un gran deseo de poseer a esa persona: la propia existencia se siente notablemente reforzada gracias a la convivencia con esa persona. El enamorado entiende que «la persona amada significa un gran valor para sí mismo».
Quien se enamora procura fomentar en la persona amada un vínculo afectivo semejante. Desea que el amor sea recíproco: un verdadero diálogo amoroso, una comunicación amorosa. Cuando la atracción es mutua aquella relación se vuelve «un valor para nosotros». Nos sabemos mutuamente necesitados y llamados a ayudarnos. Se procura a toda costa dar estabilidad a esa relación.

Del enamoramiento al amor esponsal
En un segundo momento del proceso de maduración en el amor, se advierte con nueva profundidad que el «amado es persona»: un sujeto libre y autónomo, un valor en sí único e irrepetible, merecedor de todo el respeto. Ahora cada uno se sabe en cierta manera destinado a «vivir para el otro». Ahora no importan tanto los sentimientos cuanto el proyecto de construir un consorcio de vida en el que cada uno sea valorado y querido con amor esponsal.
El amor esponsal es un amor pleno, definitivo, total, ilimitado, incondicional y absoluto: es el amor que nos merecemos como personas, y al que estamos llamados en cuanto esposos. La madurez en el amor consiste en querer al otro buscando su bien personal, su plenitud humana: su realización humana en la dimensión esponsal de la persona.

La unión matrimonial consiste en el compromiso de empeñarse en llevar a cabo la mutua realización esponsal de la persona. El matrimonio nace del compromiso mutuo de construir cada día esa forma de convivencia amorosa, armónica, de afirmación y enriquecimiento humano que permite alcanzar este fin. El matrimonio es un gozoso ámbito estable de humanización para los cónyuges en el que cada uno aprende a dar y sacar lo mejor de sí y del cónyuge en aras de la realización de la vocación al amor esponsal.

La mayoría de los hombres y mujeres descubren en el matrimonio el cauce adecuado para dar y recibir el amor que precisan para alcanzar la realización personal en la plena y fecunda entrega y recepción de sí mismos; para darse y ser recibido esponsalmente y constituir ese ámbito de entrega y amor recíprocos y de donación de vida que denominamos matrimonio. Ser esposos reclama una incesante llamada a consolidar el amor mutuo, a la obediencia al proyecto matrimonial. Los cónyuges deben ejercitarse continuamente en el deseo de valorar cada día más al otro cónyuge, servirle, enriquecerlo, educarle, ayudarle para que sea dada día más inteligente, más amable... mejor ciudadano, mejor trabajador, mejor esposo, mejor padre, mejor persona.

Por ser núcleo de humanización de los cónyuges, el matrimonio deviene asimismo cuna de fecundidad. Los cónyuges se realizan plenamente como personas ejercitando la capacidad grandiosa de hacer conjuntamente una donación gratuita de vida personal. Se trata de la posibilidad de colaborar con Dios en la creación de criaturas humanas. Dios ha querido que cada ser humano venga al mundo en un ámbito cálido de amor constituido por la colaboración libre de un hombre y una mujer. Ser esposos es disponerse a ser padres.

La concepción cristiana del matrimonio señala una serie de puntualizaciones. En primer lugar que la persona de la que alguien se enamora es un hijo de Dios, un ser sagrado que propiamente no se pertenece ni nos pertenece; porque propiamente pertenece a su Creador. Ahora bien, Dios ha creado cada persona para realizarse según una determinada vocación esponsal. Aquella pareja se sabe de esta manera destinada a contribuir de una determinada manera a la realización del proyecto divino condensado en la expresión: «hagamos al hombre». Descubren que esa relación humana que desean consolidar tiene una índole religiosa, en cierto modo sagrada: es un proyecto inspirado por Dios, es una vocación divina.

Dios quiere involucrar a los hombres en el proyecto humano, de modo que los hombres no seamos sujetos pasivos sino activos en el proyecto creador y santificador de la familia humana. El amor humano que se constituye de manera estable y fecunda en la familia es la forma básica por la que el hombre vive su vocación divina, religiosa y humana a la vez.

El enamoramiento da paso a un gran dilema que se podría enunciar con el siguiente interrogante: «me he enamorado de esta persona; pero... ¿soy realmente capaz y estoy dispuesto a amar a esa persona para facilitarla en todo lo posible su realización humana integral? Y esta persona... ¿está dispuesta a hacer lo mismo conmigo? ¿estamos capacitados y tenemos voluntad de llevar a cabo este proyecto humano?» El proyecto matrimonial reclama discernir si este hombre y esta mujer concretos están capacitados y dispuestos a contribuir al mutuo desarrollo y maduración de sí mismos y del cónyuge como esposos. La misión del noviazgo consiste en discernir y resolver este dilema.

Es un error difundido en nuestro tiempo considerar el noviazgo como una especie de «matrimonio a prueba»: vivir como si se estuviera casado, probar qué tal se vive así y decidir casarse para darle carácter estable, oficial y público a este estado. Esta concepción del noviazgo adolece de un planteamiento empobrecedor: no se vive para entregarse, para hacer feliz al otro, para perfeccionarle, para ayudarle a realizarse en un proyecto familiar magnánimo. Todo parece reducirse a gustarse, encontrar un compañero agradable de convivencia, un compañero sentimental con el que resulta fácil y grata la convivencia. Esta mentalidad lleva a probar al otro, como se prueba qué tal se siente uno con unos zapatos o un coche nuevo. Detrás de este planteamiento se descubre una antropología utilitarista, una concepción pobre de la persona que no alcanza a discernir su valor absoluto y trascendente.

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