domingo, 5 de octubre de 2008

Grandes pensadores: Hume

Del racionalismo al empirismo

David Hume (1711-1776). A los 23 años de edad fue a Francia donde abandonó la idea de dedicarse a la abogacía y se dedicó a escribir sus obras filosóficas. Él confiesa su pasión por escribir y muy precozmente publicó su Tratado de la naturaleza humana (1739), aunque apareció anónimamente. El Tratado no tuvo buena acogida, por lo que se decidió a publicar un año más tarde, también anónimamente, el Compendio de un Tratado de la Naturaleza Humana (Abstract), que tampoco tuvo éxito. Por fin, fue bien acogida su tercera obra anónima Ensayos sobre moral y política (1741-42). Ya con su propio nombre publicó la Investigación sobre el entendimiento humano (1748) y la Investigación sobre los principios de la moral. Su candidatura a la cátedra universitaria fue rechazada en dos ocasiones por ser considerado «escéptico y ateo». De 1754 a 1762 publicó la historia de Inglaterra y Gran Bretaña en cuatro volúmenes. Famoso y rico, se retiró a su Escocia natal donde vivió los últimos años de su vida. Antes de morir en 1776 escribió su Autobiografia. Llegó ser embajador británico en París. Fiel a un empirismo radical, llegará a negar que haya algo en la realidad que posibilite a la razón formular juicios morales, es decir, niega la racionalidad de la ética, reduciéndola a sentimientos de benevolencia, compatibles con un individualismo hedonista.

Crítica a la idea de sustancia

Locke había aceptado las tres sustancias cartesianas, a saber: la res cogitans (el yo), la res extensa (el mundo) y la res infinita (Dios). El inmaterialismo de Berkeley había rechazado la res extensa, pero admitía el yo y Dios («esse est percipi»). Hume llevará hasta el extremo la crítica empirista y acabará por negar las tres sustancias. La demoledora crítica humeana comienza por la idea misma de sustancia (el mundo). John Locke la había admitido como un «no sé qué» que está debajo de todas mis impresiones. Para el obispo Berkeley, Locke no había sido lo suficientemente coherente como para darse cuenta de que tanto las cualidades primarias (sensibles comunes) como las secundarias (sensibles propios) eran subjetivas. Hume saca la conclusión lógica y más osada: sólo existen impresiones. Suponer que hay una sustancia, un «no sé qué», más allá de mis impresiones, no es más que eso, una mera suposición sin fundamento alguno. Si tuviese algún fundamento, tendría entonces alguna impresión y, evidentemente, no sería otra cosa que una impresión mía. Si yo voy analizando minuciosamente todas las impresiones que componen la idea de libro, en ninguna de ellas, ni en el olor a papel y tinta, ni en el color, ni en el tacto suave de las páginas, podré encontrar la sustancia libro: «No creo, dice Hume, que nadie afirme que la sustancia es un color, un sonido o un sabor». Por tanto, la idea que yo tengo de la sustancia, sea la de libro o la de cualquier otra cosa, no deriva de ninguna impresión de sensación. Si la sustancia no deriva de ninguna impresión de sensación, sólo puede derivar, según Hume, de una impresión de reflexión; sin embargo, las impresiones de reflexión son nuestras pasiones y emociones, y no parece que la sustancia sea una pasión o una emoción. En conclusión, no tenemos ninguna idea de sustancia que sea distinta de una colección de cualidades particulares, de una colección de ideas simples unidas por la imaginación, que posee un nombre universal (nominalismo).

El principio de la inmanencia

David Hume no está de acuerdo con el dogmatismo de Descartes. Su postura es esencialmente crítica con el Racionalismo, aunque acepta el postulado inmanentista fundamental: el sujeto nunca logra traspasar realmente el ámbito de las representaciones mentales, pues la mente humana no alcanza otro objetivo que sus propias ideas. Tanto para Hume como para Descartes las ideas no tienen carácter intencional, es decir, no se refieren a la realidad, no nos permiten ver la realidad, porque lo único que podemos conocer son ideas. Para la gnoseología clásica, las ideas son como lentes o espejos que nos permiten conocer el ser; en cambio, para el idealismo, sea racionalista o empirista, son fotografías («pictures») y nosotros sólo contemplamos esas fotografías.
La diferencia entre Hume y Descartes no radica esencialmente en lo que entienden por idea, sino en su origen. Para el Racionalismo la mente humana es un baúl donde se encuentran todas las ideas, es decir, las ideas son innatas. Para el Empirismo, sin embargo, la mente es una máquina que fabrica ideas. La idea no está ahí esperando a que yo la intuya, sino que soy yo quien la fabrico. Por esta razón, para los empiristas tiene gran importancia el proceso psicológico de la formación de ideas. La pregunta esencial del Empirismo será, por tanto, la siguiente: ¿cómo llegamos a tener ideas? El Racionalismo se presenta a sus ojos como dogmático ya que no se plantea esta cuestión fundamental. Para responder a esta pregunta hay que empezar negando las ideas innatas. Contra el planteamiento cartesiano, el Empirismo comienza por afirmar, como ya lo hizo Aristóteles, que todo conocimiento procede de la experiencia. Asentado esto, sólo hay que ver cuál es el proceso que se sigue para la formación de las ideas. Si nos atenemos a la psicología humana, el proceso es sencillo: primero tenemos impresiones sensibles, que se me presentan con fuerza y vivacidad, y después representaciones mentales (ideas) de esas impresiones, que, lógicamente, no son tan fuertes y vivaces. En el fondo, impresiones e ideas no son sino dos tipos de percepciones de la mente humana. A las percepciones que entran con más fuerza las llama Hume impresiones y a las imágenes débiles de éstas las llama ideas. Según esto, a toda idea le ha precedido siempre una impresión. Lo cual significa que una idea a la que no le corresponda impresión alguna no será sino una fantasmagórica quimera.

Criticismo psicologista

Función de la Filosofía será, para Hume, realizar el análisis psicológico de la formación de las ideas. A Hume le interesa más el cómo que el porqué; más cómo conocemos que la esencia misma del conocimiento. La Filosofía sólo tendrá este carácter crítico y pondrá de manifiesto la gratuidad de gran cantidad de ideas que durante tantos siglos han ido asentándose en nuestras mentes. La labor de Hume será eminentemente purificadora. Si no somos capaces de encontrar la impresión de la que deriva una idea, tendremos que pensar que esa idea ha burlado las leyes del proceso y debemos desterrarla de nuestra mente. Toda la crítica que lleva a cabo Hume de la Metafísica clásica tiene como base este reduccionismo psicológico. Las ideas de la Metafísica (sustancia, causalidad, bien, yo ...) no derivan directamente de ninguna impresión, por lo que no pueden ser consideradas como otra cosa que meras abstracciones sin fundamento
Crítica a la abstracción. Del reduccionismo psicologista llevado a término por Hume se deduce la negación del conocimiento de las ideas universales. Ya hemos dicho que, para Hume, la idea no es sino el recuerdo o la representación interna de una impresión sensible. Esa representación la podemos aplicar universalmente a muchos individuos, lo que no significa que haya precedido un proceso de abstracción al modo aristotélico.

Crítica a la idea de causalidad
Del análisis que ha realizado Hume sobre las cuestiones de hecho se desprende que éstas tienen su único fundamento en la relación causa-efecto. Si yo afirmo con verdad que «el agua quita la sed», lo hago porque supongo que el agua es causa de ese fenómeno fisiológico que supone quitar la sed. Pero Hume, siguiendo su inapelable método empirista, comienza a poner inconvenientes a la existencia de la causalidad. ¿En qué se fundamentan los razonamientos basados en la relación causaefecto? En primer lugar, la relación causa-efecto no se puede obtener «a priori», es decir, prescindiendo de la experiencia. Si se le pusiera a alguien un objeto completamente nuevo ante sus ojos, sería incapaz de decir su causa y de prever sus efectos, sin el debido recurso a la experiencia. Para Hume, nuestra razón, privada de la experiencia, es incapaz de determinar la relación causa-efecto. Somos capaces de observar los hechos conjuntados, pero no conectados. Entre la conjunción y la conexión hay una diferencia de naturaleza, la misma que entre un argumento post hoc y un argumento “propter hoc”.

En segundo lugar, todo efecto es algo totalmente distinto de la causa y, por ende, jamás podremos descubrirlo en ella. Del movimiento de la bola de billar que va a chocar con otra que está en reposo puedo suponer cientos de sucesos distintos al que ocurre realmente. Por esta razón, las conjeturas que hagamos «a priori» sobre los posibles efectos serán todas arbitrarias. En conclusión, «no hay un solo caso en que, sin la ayuda de la experiencia, puedan determinarse los acontecimientos e inferir su existencia, ya en calidad de causa, ya en calidad de efecto». Yo veo el movimiento de la primera bola y el movimiento de la segunda, pero no veo ninguna «fuerza mística» que salga de una e impulse a la otra. Yo sólo percibo fenómenos, no la causalidad.

A pesar de todo, esperamos siempre efectos parecidos a los ya experimentados. ¿A qué se debe que psicológicamente funcione la relación causa-efecto? Hume responde que es el hábito o costumbre, la repetición frecuente de un acto lo que ha dado lugar al nacimiento en nosotros de una disposición a reproducir el mismo acto. A fuerza de haber observado la relación constante entre el calor y la dilatación de los cuerpos, estamos en disposición de pensar en el calor cuando observamos una dilatación. La costumbre, que tanta importancia tiene en nuestra vida y tan útil es en nuestras experiencias, no tiene relación ninguna con el razonamiento, ni depende ni procede de él. Ninguna inducción experimental procede del razonamiento, sino que nacen todas de la costumbre. El principio de causalidad no tiene ningún valor real, a lo sumo un valor meramente psicológico, por lo que, en las leyes físicas a lo único que podemos aspirar es a alcanzar un grado mayor o menor de probabilidad.

Crítica a la moralidad

Si los conceptos de la moralidad, el bien, el mal, la virtud, el vicio, la justicia y la injusticia, fueran reales deberían o encontrarse entre las relaciones de ideas o entre las cuestiones de hecho. Pero ocurre que los conceptos de la moralidad no son relaciones de ideas, ya que estas relaciones son aplicables no sólo a objetos irracionales sino también a objetos inanimados, que, lógicamente, no son susceptibles de moralidad. Tampoco se puede decir que la moralidad sea una cuestión de hecho, porque si analizamos cualquier acto considerado como moralmente malo, vicioso o injusto, por ejemplo: un asesinato, nunca encontraremos ninguna impresión correspondiente al mal, al vicio o a la injusticia, lo único que podemos hallar será un sentimiento de repulsa hacia esa acción que procede, como hace notar Hume, no del objeto, sino del interior del hombre. Es, pues, el sentimiento el que fundamenta los conceptos morales: el bien, la virtud y la justicia tienen su origen en el sentimiento del hombre. La causa del sentimiento moral es, a su vez, la utilidad: utilidad, aclara Hume, no sólo para uno mismo, sino para todos, es 1o que llama «simpatía». La simpatía es una sentimiento de utilidad hacia todos los hombres que anida en el corazón del hombre y que fundamenta el orden moral y social humano.

El concepto de simpatía que utiliza Hume es frecuente en la filosofia británica, de hecho también lo utiliza Adam Smith (17231790), amigo personal de Hume y autor de la célebre Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). Smith, en otra obra titulada Teoría de los sentimientos morales (1759) afirma que «el sentimiento de simpatía no está confinado en los virtuosos y humanitarios: se encuentra en algún grado en todos los hombres». Para explicar en qué consiste la simpatía pone un ejemplo: cuando sentimos simpatía por un loco, sentimos compasión y piedad por su situación, por el hecho de estar privado de la cordura; por el loco mismo, aclara, no sentimos ninguna simpatía en absoluto. Es decir, la causa de la simpatía hay que buscarla más en la situación que en la persona. Es un sentimiento original de la naturaleza humana, directo e inmediato, que constituye por sí mismo el «sentido moral». Por tanto, es el sentimiento de simpatía el que me asegura que estoy obrando moralmente bien o mal. Este planteamiento puede suscitar una seria objeción: si la simpatía es un sentimiento subjetivo, ¿existe algún patrón objetivo de moralidad? Adam Smith responde con su teoría del «espectador imparcial». Se trata de la apelación a la conciencia, que es como el «vicegerente» de Dios, como él la llama. La conciencia funciona como un «espectador imparcial» que, si le escuchamos atenta y respetuosamente, nunca nos engaña.

Crítica a la religión

Como puede esperarse según lo dicho, las verdades religiosas son, por su propia naturaleza, inaccesibles a la razón. Hume rechaza todas las pruebas demostrativas de la existencia de Dios, aunque muestra cierta simpatía por la prueba cosmológica que parte del orden del mundo como efecto de Dios. Pero este argumento le plantea graves problemas, ya que choca frontalmente con su crítica al principio de causalidad. Además, Dios, por definición, no es objeto de impresión sensible ninguna, por tanto, no puede entrar en la relación causa-efecto, la cual se basa en la observación de la conjunción constante entre dos hechos. En sus Diálogos sobre la Religión natural, publicados póstumamente, afirma que cuando vemos casas o barcos podemos concluir que hay un constructor, porque tenemos experiencia de cómo se construyen casas y barcos; sin embargo, esto no podemos compararlo con el universo en su totalidad, pues sobre él no hemos podido tener ni tendremos jamás ninguna experiencia. Contra la idea de un Dios trascendente, Hume argumenta que todos los conceptos que utilizamos para describir a un tal Dios carecen de sentido, pues son tomadas de la realidad sensible y Él es, por definición, suprasensible. Para solucionar el problema, Hume debería superar su propio empirismo y aceptar el método analógico, cosa que no hizo.

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