sábado, 21 de julio de 2007

El drama de la inmigración

Reproducimos otro artículo de JUAN MANUEL DE PRADA que invita a pensar. En este caso sobre el drama de la inmigración. Lo titula Cayucos de la muerte y nos hace reflexionar sobre la falta de generosidad de los países "avanzados".

 
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TODAVÍA hay quienes piensan que esos africanos que abandonan su aldea y atraviesan desiertos calcinados y embarcan en frágiles cayucos, a riesgo de perecer ahogados o consumidos por la sed, lo hacen ofuscados por la promesa de un inexistente Eldorado. Tendemos a creer que, además de negros, son imbéciles; y los imaginamos en su aldea natal, sintonizando en sus televisores descacharrados un canal europeo que les muestra una tierra prometida donde manan la leche y la miel. La realidad es muy distinta: vecinos de su aldea, miembros de su propia familia han probado antes que ellos la misma aventura. Saben que necesitan mucha suerte para sobrevivir a las penalidades del viaje; saben que, si acaso lograr arribar a la playa de destino, serán recogidos por patrulleras y devueltos a su lugar de origen; saben que, aun sorteando la vigilancia de tales patrulleras, les aguardan trabajos infrahumanos y una condena a la miseria y a la clandestinidad. Lo saben antes de emprender su periplo y, sin embargo, no cejan en su empeño. ¿Por qué? Simplemente, porque están desesperados: la misma muerte se les antoja una suerte de alivio o recompensa; y la vida que les aguarda allende el océano, aunque sórdida y mendicante, se les figura incomparablemente mejor a la vida depauperada que sobrellevan.
Resulta una tarea vana tratar de imaginarse el tamaño de esa desesperación, desde nuestra perspectiva occidental. Esos hombres han visto morir a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, infestados de enfermedades indescifrables o de pura inanición, y huyen de un destino cierto, en pos de otro que no es más halagüeño, pero que la incertidumbre, la mera incertidumbre, hace más deseable. En eso consiste la desesperación: en preferir lo malo por conocer antes que lo malo conocido; en preferir la incertidumbre a la certeza. Las desazones de un hombre corriente son exactamente las contrarias: nos inquieta la falta de seguridad, la irrupción de contingencias que desbaratan nuestro horizonte vital. A un hombre desesperado, a un hombre que carece de horizonte, cualquier contingencia -aun la más funesta- le parece promisoria. Y se abalanza sobre ella, sin miedo a inmolarse.
Cincuenta hombres desesperados acaban de perecer en el mar, después de que el cayuco que los transportaba se volcase, cuando estaban a punto de ser rescatados. La noticia ha trepado a los titulares de la prensa por unas horas, pero enseguida será deglutida por otras noticias más banales. A fin de cuentas, la desesperación que empujó a aquellos hombres a abandonar su aldea y a embarcarse en una aventura de resultado incierto resulta ininteligible para nosotros, hombres corrientes acuciados por desazones menos extremas. Tratar de comprender esa desesperación nos obligaría a afrontar preguntas demasiado embarazosas. ¿Por qué una época en que se han derribado las barreras a la libre circulación de los capitales y de la información mantiene restricciones a la libre circulación de personas? ¿Es legítimo restringir el acceso a la riqueza a una parte de la población? Todo hombre tiene derecho a acceder a la riqueza que garantiza su supervivencia; se trata de un derecho natural, anterior por lo tanto a cualquier derecho positivo, un derecho inalienable inscrito en la naturaleza humana que no puede estar supeditado a trabas administrativas, tales como el reconocimiento de ciudadanía o la posesión de un permiso de residencia. Todo hombre tiene también derecho originario a utilizar plenamente su inteligencia y habilidades en el acceso a los bienes que le son absolutamente indispensables para alimentarse. ¿Es legítimo poner trabas a ese libre acceso?
Son preguntas que preferimos no hacernos, porque remueven los cimientos de nuestras seguridades, asentadas sobre un orden jurídico injusto. Occidente decidió negar la existencia de un derecho natural para ahorrarse precisamente preguntas tan embarazosas como estas. Pero, mientras no las afrontemos, la desesperación de esos hombres nos seguirá resultando ininteligible. Tal vez esa desesperación nos provoque cierto sucedáneo de piedad; pero enseguida lograremos espantarla y sustituirla por nuestras desazones de hombre corrientes.

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