sábado, 14 de julio de 2007

Reflexión sobre la esencia del amor

Nos parece una interesante reflexión sobre la "esencia del amor" la que hace Javier Aranguren, siguiendo a Spaemann, en su ANTROPOLOGIA FILOSÓFICA (Mc Graw Hill, 2003). Resumimos algunos párrafos del capítulo 6 titulado: PERSONAS

 
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La experiencia del encuentro

Spaemann (Personas. Acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”) ha expresado de un modo sucinto las características de la experiencia de descubrimiento del “otro” cuando dice que «el modo como la identidad de cada hombre reclama ser real para los demás es la aceptación» ("esta persona es lo más real que me ha ocurrido en mi vida"). Es decir, las personas piden que las demás personas decidan aceptarlas, a reconocerlas, a afirmarlas como personas, con su nombre propio.

¿Cómo se asegura tal aceptación? «Hace falta seguramente experimentar de modo inmediato la identidad del otro, es decir, sentir amor y haber amado». Quizá hay que dejar que la pasión despierte, y más tarde mantener la fidelidad de la voluntad aun en el caso de que esa emoción vaya a menos: el amor se siente pero también, -y sobre todo- se cultiva. Por ese motivo, la actitud que se pide no es solamente la de sentir amor, sino también la de haber amado: situar el acto de la voluntad en la afirmación del otro, en su aceptación como otro ante los propios ojos.

Amar no es sólo sentir. También conlleva la decisión de amar: es un acto libre -no algo que le acaece al sujeto-, de modo que se trata de una actividad intrínsecamente personal. Es la persona -desde la instancia de la voluntad- la que decide ponerse a amar, aplicarse al amor, aunque el primer paso lo dé el despertar de una pasión. El amante no es un títere en manos de la casualidad anónima de la emoción que viene y se va, sino que, por la decisión de amar que parte desde su voluntad, es el origen de su propia palabra en la historia de esa relación. Como el amor depende de la decisión de la persona, a la persona se le afirma porque se la acepta, y se la acepta porque se la quiere, y se la quiere porque se está dispuesto a mantener esa aceptación más allá del estado de ánimo, más allá de la propia circunstancia subjetiva.

La despersonalización del amor en manos del emotivismo es la primera causa de la ausencia de fidelidad en nuestra sociedad: la gente no se ama, ha desvirtuado la realidad del amor, que queda reducida a un estado de ánimo. El emotivismo («sentimos mucho el uno por el otro», «se nos murió el amor») es la reducción del amor personal a totalidad: no preocupa tanto quién sea el otro como qué reacciones despierta en mí. Eso constituye un auténtico fracaso. «¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?», se pregunta el título de uno de los relatos de Raymond Carver, y ninguno de los borrachos erotizados que protagonizan esa historia sabe encontrar una respuesta cabal.

La fidelidad es la actitud de una razón despierta que, al descubrir el valor absoluto de la persona, dice «siempre» a su entrega. Hace que su aceptación trascienda las circunstancias coyunturales del otro y las propias (salud, dinero, belleza, edad). Y porque se hace cargo de la realidad del amado es capaz de prometer -trascender el tiempo- convirtiendo su promesa en compromiso, en una palabra en la que él mismo se encuentra plenamente integrado como contenido de lo prometido. «Te doy mi palabra» se dice, y significa: al prometer, me prometo con lo prometido, adquiero un compromiso.

La mirada

Continua Spaemann: «La forma fundamental de semejante experiencia «absoluta» de la realidad es la mirada del otro que se cruza con la mía». El prisionero es obligado a humillar la mirada, a dirigida al suelo, a esconder su condición personal. Quien está solo otea a su alrededor buscando unos ojos que le rescaten de su aislamiento: los ojos buscan la casa de los ojos de otro. Mirarse es reconocer y ser reconocido como persona, como alguien absoluto que ya no puede seguir respondiendo a un cliché, a un tópico. Los ojos del niño hambriento interpelan desde la foto de publicidad gratuita entre las esquelas pidiendo dinero, porque su mirada lo exige, porque se trata de alguien (no “algo”) que necesita comida. Y el amor aparece cuando los amantes se miran, y esa mirada les destaca entre la multitud (como si tuvieran un aura especial, o porque ese descubrimiento es la sorpresa por antonomasia).

Ocurre, además, que la mirada no es solitaria: yo reclamo mi condición de persona ante los demás porque pido que me acepten. Es decir, no me basta con mirar, sino que yo mismo «soy mirado. Cuando esta mirada no es objetivadora, escrutadora, devaluadora o meramente codiciosa, sino encuentro con la propia mirada en reciprocidad, se constituye para la vivencia de ambas lo que llamamos el ser personal. Sólo en plural hay personas» (la soledad frustra la noción misma de persona). No es que si no me miran no sea persona: la mirada del otro no me constituye. Pero sí me reconoce, y es capaz de decirme lo que soy porque me acepta. Al ser mirado se desvela lo que yo soy.

Por esos motivos «no hay» razones suficientes con las que se pueda justificar el amor hacia alguien: la mirada llena de codicia, o que cosifica, o que exige algo a cambio, o que se queda con alguno de los atributos de esa persona -desgajado, abstraído del conjunto- pero no con la persona misma, no sabe lo que es el descubrimiento del Otro. No ha superado la totalidad, no ha sabido mirar. El devaluador, el codicioso, no están capacitados para mirar en el otro a una persona y, como consecuencia, con frecuencia tampoco pueden creerse que la mirada del otro hacia él se mantenga en una dimensión estrictamente personal (pues no verá en ella sino cálculo, interés, abstracción, los mismos atributos que él tiene). Quien es egoísta lo es para amar, y para ser amado. El amor es recíproco. Su motivo no puede ser ni el cálculo ni la codicia. El amor es porque sí, porque al mirar reconozco y soy reconocido, soy amante y amado.

«Sólo en plural hay personas»: yo necesito ser aceptado, pero para poder serlo debo ser capaz al mismo tiempo de aceptar a quien me mira. Una persona sólo encontrará una relación proporcionada cuando ésta se produzca de la mano de otra persona (no tiene sentido ser amigo de un caballo, o del vino, porque no son capaces de reciprocidad), y por eso sólo en la relación personal la persona es capaz de hacerse justicia a sí misma. No es verdad que «el infierno son los otros» (Sartre). Más bien la experiencia de la soledad absoluta es cuando se debe hablar con toda propiedad de «infierno» (F. Inciarte).

 
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Máscaras y el momento de la libertad

Ahora bien, la misma relación personal exige la posibilidad del riesgo, está abierta a cierta indefensión. Continúa Spaemann: «En principio, la mirada del otro también puede ser simulada». La palabra persona viene del griego prósopon, la máscara tras la cual el actor de teatro escondía su rostro. La persona, dada su no identificación con la naturaleza, dada su excentricidad o distancia respecto de sí, es como el actor que sostiene la máscara: su sonrisa o su llanto pueden ser simulados, fingidos; puede ocultar sus verdaderas reacciones. La interioridad se manifiesta de un modo voluntario, y la hipocresía, la mentira o el disimulo (callar un dolor para no contristar o para evitar la vergüenza) entran dentro del mapa de lo personal. El otro no se da como un fenómeno, no se muestra de forma inmediata, sino que, en principio, aparece como quiere. El otro no es una cosa, sino un quién con potestad sobre sí mismo, de modo que mi control sobre él nunca será pleno y ni siquiera puedo desear que tal cosa ocurra.

«Tener al otro como un ser real, no como una simulación, entraña un momento de libertad. El acto fundamental de la libertad es la renuncia a apoderarse de lo otro, que es una tendencia viviente». La libertad renuncia a imponer al otro un modo de ser, a tratar de dirigirle desde fuera, como si nos encontráramos ante una marioneta, y no frente a alguien que cuenta con palabra propia. La libertad renuncia (debería renunciar) al deseo de apoderarse del otro y reducirle a un ser que responde de manera automática y fija a estímulos. Si el otro es persona, también será libre, y, por lo tanto, trasciende desde su excentricidad el punto de vista reducido del instinto.

No es fácil conseguir ese momento de libertad porque, como todo viviente, el ser humano también busca asegurarse, y con frecuencia se ve dominado por su dimensión instintiva (interés, utilidad). Mas ahí radica lo más propiamente humano: la maravilla y el asombro que provoca el descubrimiento de lo personal consiste en la posibilidad de trascender ese interés posesivo, ese deseo de apoderarse de lo otro para dejar abierto un momento de libertad. Decíamos antes que el pecado se puede identificar con esa tentación: no dejar que las cosas (y especialmente los' demás) sean lo que son. Apoderarse de ellos porque uno se ha convertido en su propio dios. Se ve claro entonces que este pecado implica el maltrato de otra persona (así ocurre, por ejemplo, siempre que se la reduce a objeto de placer o interés) y de uno mismo en la medida en que se deteriora nuestra capacidad más característica: la posibilidad de ejercitar un amor benevolente.

¿En qué consiste tal libertad? De un modo negativo, en la renuncia a constreñir.
Positivamente, esta renuncia «significa dejar ser. Dejar ser es el acto de la trascendencia que constituye el signo auténtico de la personalidad». ¿Por qué? Porque supone la implícita aceptación de que en el otro te encuentras ante un ser que es principio de sus actividades, es providente sobre ellas y, por eso, está en condiciones de aceptarte tal y como eres, o de no hacerla si no quiere. Está en condiciones de aceptarte precisamente porque le da la gana, de una manera gratuita; esto es, a consecuencia de un acto de amor, como fruto de una entrega. El amor sólo puede ser voluntario, libremente deliberado: únicamente puede entregarse quien se tiene, quien se posee. Y posesión sobre sí -distancia frente a su esencia- sólo tiene la persona. La pasión se despierta de pronto, pero amar es afirmar, aceptar, acoger... y ser acogido.

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