Por su especial interés antropológoico, reproducimos parcialmente la voz "FAMILIA", del DICCIONARIO GENERAL DE DERECHO CANÓNICO DEL INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA, DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA, escrito por Joan Carreras y de próxima publicación.
La familia es la primera comunidad de personas. Por comunidad se conoce aquel tipo de sociedades cuyos lazos unitivos son de carácter natural o espontáneo, no meramente convencional. Por personas se entiende no tanto los individuos −la familia no es una comunidad de individuos− sino unos determinados sujetos que constituyen una familia en virtud de las relaciones que les unen. Es la primera comunidad de personas porque la familia cumple la misión insustituible e indelegable de tejer las relaciones primigenias o primordiales de la persona: filiación, paternidad, maternidad, conyugalidad y fraternidad. Antes que sociales, estas relaciones son personales, es decir, constituyen la intimidad de la persona. En el pasado quizá se ha destacado más la misión socializadora de la familia −al introducir a las personas en la sociedad de manera ordenada y eficaz−. En la actualidad, el personalismo ha subrayado su misión personalizadora. Antes que nada, en ella se forja la persona como ser relacional.
Desde el punto de vista de la antropología filosófica, la noción de familia está ligada a las nociones de persona −como único sujeto digno de ser querido por sí mismo−; de comunión de personas −fruto del amor interpersonal−; y de relación familiar. Las relaciones familiares no son meros accidentes (en el sentido filosófico) de la persona, sino que pertenecen a la esencia de la estructura empírica de la vida humana, tal como ésta se da en la existencia (MARÍAS). Se trata de relaciones biográficas en el sentido más riguroso. Una vez constituidas, estas relaciones acompañan todo el arco de su existencia, determinando las exigencias de justicia necesarias para que entre los sujetos por ellas vinculados pueda existir una verdadera comunión de personas. Cada relación familiar tiene algo en común o genérico −el ser familiar− y algo específico.
Naturaleza, cultura y Revelación.
Por ser comunidad de personas, la familia es una institución natural, no una realidad meramente convencional. Por natural, sin embargo, no debe entenderse lo que es espontáneo en sentido meramente naturalista, sino más bien aquello que es conveniente a la dignidad de la persona humana. Como la experiencia humana siempre se da en una cultura, la familia es una realidad cultural que puede adoptar multitud de formas de organización social, que los antropólogos denominan sistemas de parentesco y que pueden definirse como los modos «culturalmente organizados en que se presentan −a través del lenguaje− las relaciones interpersonales de un sujeto que se derivan de la condición sexuada» (MORENO). El hecho de que existan diversos modos culturales de organizar la familia no impide que ésta sea una institución natural, sino que más bien lo confirma. La naturaleza humana es la propia de un ser libre y las relaciones interpersonales sólo pueden constituirse en y por la libre voluntad de los sujetos.
Entre naturaleza y cultura existe una estrecha relación precisamente porque las relaciones familiares sólo pueden constituirse por la voluntad libérrima y amorosa de las personas y siempre con respeto de su intrínseca naturaleza jurídica. Hay dos modos de eludir el juego entre naturaleza y cultura. En primer lugar, poniendo la naturaleza de lo familiar en el carácter o dimensión biológica (que suele acompañar a las relaciones familiares, como elemento integrante de las mismas). En segundo lugar, negando la existencia de toda naturaleza y admitiendo únicamente una instancia cultural. En el primer caso, se infravalora no sólo la naturaleza, al considerarla como un dato de tipo biológico, sino también y en consecuencia la dimensión cultural de lo familiar. En el segundo, se infravalora la cultura, al arrancarla de la raíz que la sustenta, es decir, la conveniencia o conformidad respecto a la dignidad de la persona. Si vale lo mismo toda forma cultural de organización, entonces ninguna es natural.
La revelación judeocristiana proyecta una potente luz sobre este tema. El hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo son no sólo individualmente, sino también en cuanto comunidad conyugal y familiar. Ambos reciben como bendición de Dios una fecundidad propia y exclusiva: la de constituirse en una sola carne. Esta expresión bíblica −basar− puede traducirse en nuestros días como familia, al menos en alguna de sus acepciones. Los lazos de la carne surgen del dinamismo de la unión conyugal. En esta noción bíblica cabría señalar dos elementos esenciales: heterosexualidad y alianza conyugal. La enseñanza de Jesucristo confirma y enriquece esta noción, al advertir que en la constitución de la familia −y de cada una de las relaciones familiares, podríamos precisar nosotros− existe un acto de Dios Creador: lo que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mt 19, 6). La acción de Dios respeta la acción de la criatura, que debe ser libre y conforme a su naturaleza espiritual y personal.
Desde la Revelación cristiana se puede afirmar que toda familia viene de Dios (cf. Ef 3, 14). La familia es un concepto análogo cuyo analogado principal cabe encontrarlo en Dios (Trinidad). En virtud de la sacramentalidad originaria del matrimonio, en el orden de la Creación, la familia constituye una vía privilegiada de comprensión teológica no sólo del hombre, sino también de Dios mismo, por el hecho de haber sido constituida a imagen y semejanza suya. Juan Pablo II expresó está estrecha relación con la noción de genealogía de la persona: no es un caso del cosmos, sino un ser querido por sí mismo y cuyo único modo digno de venir al mundo es a través de un acto procreador.
Por último, cabe advertir que todas las civilizaciones y todos los pueblos, por pobres y rudas que hayan sido sus costumbres e instituciones, celebran las nupcias o bodas, es decir, la unión del hombre y de la mujer que se entregan recíprocamente para constituir una nueva familia. Las bodas son el reflejo antropológico de la sacramentalidad originaria del matrimonio y de la familia: no sólo suponen una fiesta civil o social sino que presentan una dimensión sagrada. En esta fiesta civil y religiosa se advierte que lo natural en el hombre no puede comprenderse al margen de su naturaleza social y cultural. Es natural celebrar la constitución de la familia. Es cultural, en cambio, el modo de realizar dicha celebración.
Los paradigmas de familia
Aunque el analogado principal de la familia se encuentra en Dios, Él no puede cumplir la función de paradigma, es decir, de modelo o referente para los hombres. Necesitamos un modelo más cercano a nosotros, que pueda desarrollar la función de medida. «Un hombre y una mujer −leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica− unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco» (CEC 2202). Es evidente que el núcleo del paradigma está constituido por la heterosexualidad −un hombre y una mujer− y la alianza −unidos en matrimonio−, y no tanto por la existencia de los hijos. Esta noción paradigmática que nos proporciona la tradición y el magisterio de la Iglesia está tan lejos del biologismo −que cifraría en las relaciones sexuales la esencia de la familia− como del relativismo cultural, que prescinde de toda referencia natural e incluso de la heterosexualidad. En un sentido paradigmático, los hijos son tales no tanto por haber sido engendrados como consecuencia de un acto sexual sino porque sus progenitores están unidos en matrimonio, es decir, constituyen la unidad generativa que participa del poder creador de Dios. Sólo los cónyuges pueden procrear. La procreación humana difiere esencialmente de la reproducción propia del mundo animal.
Hasta tiempos muy recientes, Occidente había establecido un paradigma biológico de familia. Aunque tal error quisiera compensarse con otras leyes culturales, privilegiando la familia de institución matrimonial como única legítima, lo cierto es que el paradigma biológico cifra la esencia de la familia en las consecuencias biológicas de la sexualidad. En la actualidad, en algunos países −entre los que se encuentra España−, se ha instituido un paradigma de familia que consiste en la unión homosexual. Tal legitimación no supone sólo una equiparación de dicha unión con el matrimonio, en el sentido de hacer extensibles a los homosexuales unos derechos cuyo ejercicio les habría estado vedado. Se trata de establecer un nuevo paradigma familiar, por lo que tiene de antagónico con el paradigma biológico. Hasta tal punto la familia estaría desligada de la biología que el modelo nuevo de lo familiar estaría constituido por una relación que es constitucionalmente infértil. En la cultura del género late un deseo de liberar a la sociedad de la visión biologista y, de hecho, se trata de una visión libertaria en la que desaparece toda referencia a la naturaleza humana.
Sin embargo, las relaciones homosexuales no pueden constituir una familia. No es la infertilidad biológica la que lo impide −en esto, incluso podría decirse que la cultura del género tiene algo de razón− sino el hecho de que la relación conyugal está constituida sobre los dos pilares antes mencionados: la heterosexualidad (o complementariedad interpersonal sexual) y la existencia de una alianza, por la que el hombre y la mujer se entregan recíprocamente el uno al otro. Por otra parte, la imposición del paradigma homosexual produce necesariamente consecuencias importantes en todos los órdenes: el falseamiento institucionalizado de la realidad familiar, el colapso del sistema de parentesco (que está sustentado sobre la heterosexualidad), el desprecio o profanación de la dimensión sagrada de la familia, el desmoronamiento de todas las normas que rigen el sistema de parentesco de Occidente, como son entre otras la monogamia, la prohibición del incesto o la misma ilicitud de la pedofilia.
Tanto el paradigma biológico como el homosexual prescinden de la dimensión interpersonal del matrimonio y de la familia. El primero sitúa la esencia de la familia en una dimensión que podríamos calificar de infrahumana, por ser la que nos asemeja a los animales. El segundo paradigma, en cambio, al querer situar la esencia de la familia en un acto de libertad, parece superar el error biologista, pero en realidad incurre a su vez en otro grave error, al pensar que las relaciones familiares sean creación exclusiva de la libertad humana. La de los homosexuales que quieren formar entre sí una familia constituye una voluntad veleidosa: nunca podrán constituir una verdadera comunidad de personas. Nunca podrán ser una sola carne: seguirán siendo dos subjetividades incapaces de trascender los límites de su individualidad, precisamente porque no son conyugables o complementarias. Su unión carece de la fecundidad comunional y relacional propia de la conyugalidad y que proviene de la bendición del Creador.
La soberanía de la familia
El concepto de naturaleza es actualmente fuente de confusión. Con frecuencia, y por lo que se refiere a la familia, los defensores del derecho natural han tendido a fundamentar el mismo en las leyes biológicas que rigen la sexualidad humana. Tal fundamentación es errónea y en cierto modo justifica la reacción moderna de rechazo del derecho natural. Este estado de cosas explica que Juan Pablo II optase por una expresión nueva para transmitir la misma enseñanza que encierra el término natural en la tradición jurídica occidental. En su Carta a las familias, Juan Pablo II mostraba la urgencia de que se respete la identidad de la familia: «Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, “soberana”» (CF 17). La soberanía de la familia radica, en última instancia, en la fecundidad conyugal. Si los ejes sobre los que gira el paradigma de familia son la heterosexualidad y la alianza conyugal, se comprenderá que el origen de las relaciones primordiales no brota espontáneamente del ejercicio de la sexualidad sino que deriva de la fecundidad del amor conyugal.
Es preciso distinguir con toda nitidez la diferencia entre fecundidad y fertilidad. En cierto sentido, la fecundidad es una propiedad exclusiva de la relación conyugal, es decir, del hombre y de la mujer en cuanto están unidos por la alianza conyugal. La fertilidad constituye sólo un aspecto integrante de la fecundidad, pero no se confunde con ella. Fuera de la relación conyugal, sólo se puede hablar de familia en sentido análogo pero no paradigmático. En este último y preciso sentido, la relación filial sólo puede ser generada por los cónyuges, bien sea a través del acto conyugal o bien por medio de la adopción.
Siendo esto así, se comprenderá hasta qué punto todas las instituciones −tanto sociales como eclesiales− están obligadas a reconocer la «soberanía» de la familia. Ni el Estado ni la Iglesia pueden crear una sola relación familiar: su potestad se limita a reconocer el poder exclusivo de los cónyuges (es decir, su soberanía) para la constitución de la familia y de cada una de las relaciones familiares. Ésta es la verdadera urgencia: que los cónyuges sean plenamente conscientes del poder soberano que sólo ellos poseen, de modo que puedan hacer valer ante las distintas instancias sociales y eclesiales los derechos y deberes que derivan de dicho poder. En 1983, la Santa Sede publicó la Carta de los Derechos de la Familia dirigida a todas las personas, instituciones y autoridades interesadas en la misión de la familia en el mundo contemporáneo. En ella se recogen los principales derechos-deberes de la familia, que son manifestación de su específica soberanía. Quizá lo más importante consiste en que los titulares de dicha potestad sean conscientes de su soberanía y estén decididos a ejercitarla. En el V Encuentro Mundial de las Familias, el Papa Benedicto XVI destacó «la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso −siguió diciendo el Papa, citando un texto de la exhortación apostólica FC−, “deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia”, para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual».
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