miércoles, 30 de abril de 2008

El relativismo

Afirmación según la cual un juicio moral no es de por sí verdadero (o bueno) o falso (incorrecto o malo), y que su verdad o falsedad no depende de las razones que lo sustentan, sino del estado de ánimo subjetivo o de las costumbres culturales. En su aspecto más difundido, como relativismo cultural, sociológico o antropológico, sostiene que existen de “hecho” sociedades, tribus o culturas distintas, con códigos éticos distintos.

Hay relativismo ético, propiamente dicho, cuando se sostiene que no hay forma de decidir, entre valores y conductas morales opuestas, cuál es la correcta y cuál la incorrecta; o bien que hay opiniones éticas conflictivas y opuestas que son igualmente aceptables moralmente, o que todos los códigos morales tienen igual valor moral. Esto se puede interpretar, de un modo estricto, como si indicara que no existe distinción alguna entre lo que es justo y lo que es injusto (nihilismo ético), o bien se puede interpretar simplemente como si afirmara que nadie puede justificar racionalmente qué es justo y qué es injusto (relativismo escéptico). A este último relativismo se le llama también relativismo metodológico, por cuanto supone que no hay un método adecuado de razonar lo que es éticamente correcto.

La solución al conflicto parece estar en un conveniente equilibrio entre la admisión de un pluralismo ético o un pluralismo de valores, y la afirmación de que el propio punto de vista ético, crítico y reflexivo, vale más que cualquier otro, mientras no se muestre lo contrario. Es difícil sostener el valor absoluto de los principios morales al igual que el valor absoluto de las propias convicciones morales. Si el valor no es absoluto, entonces se funda en razones de tipo empírico: las decisiones humanas tomadas en un determinado tiempo y lugar, a partir de determinadas condiciones intelectuales y afectivas.

Por otra parte, se sostiene que existen valores morales universales. A un primer momento en que, por parte de los antropólogos, interesaba más destacar las diferencias étnicas entre los pueblos, sucedió otro de interés por destacar las similitudes. Y así como se detecta la presencia de determinadas instituciones sociales (la familia, la división del trabajo entre los sexos, etc.) en todos los pueblos, también hay fundamento para afirmar que determinadas creencias o valoraciones morales son universales: el rechazo del asesinato, la existencia del incesto, la prohibición de mentir, el deber de lealtad con el propio grupo, la sumisión del individuo al bien común, el deber de educar a los hijos, etc.

La afirmación, no obstante, de la existencia de principios morales universales es controvertida y aún negada. Dado que la creencias morales divergen de persona a persona, de comunidad a comunidad, de cultura a cultura y cambian de época en época -sobre todo si se sostiene que fundamentalmente expresan emociones de los sujetos que las tienen-, difícilmente pueden aducirse hechos de alguna clase con los que contrastar su verdad o falsedad. La afirmación de que las creencias morales han de ser consistentes entre sí tampoco es relevante para su universalidad, y la insistencia tradicional en la distinción entre enunciados fácticos y enunciados de valor destaca más bien la peculiaridad del mundo moral.

Al tratar de la Ética, topamos de inmediato con un hecho innegable: la diversidad de contenidos morales en el tiempo, en el espacio y entre las generaciones de un mismo lugar. ¿Significa esto que las acciones son moralmente buenas o malas dependiendo de cada cultura, de cada generación, e incluso de cada persona? ¿Significa que en la Ética no podemos hacer ninguna afirmación que pretenda universalidad, porque todas dependen de la cultura en que nos encontramos, del grupo al que pertenecemos o del tipo de persona que somos?

Para el relativista, en el ámbito moral no hay nada universal. Si esa afirmación se toma en serio, resulta imposible establecer un diálogo sobre cuestiones morales entre diferentes culturas. Entre dos interlocutores que no tienen nada en común no puede haber un diálogo. Y, sin embargo, vemos cómo uno de los rasgos de nuestro tiempo es el diálogo intercultural. El relativismo es contradictorio. Si todo es relativo, ha de ser relativo el mismo relativismo y, en ese caso, se deja libre el camino para la posibilidad del no-relativismo.

El subjetivismo ético hace muy difícil, cuando no prácticamente imposible, la convivencia social. Y el efecto más inmediato de una convivencia difícil es que peligra el propio interés del individuo. Se llega, tarde o temprano, a un “contrato social”, a un pacto, los hombres se ponen de acuerdo sobre algunas normas, intentando en lo posible satisfacer las dos exigencias fundamentales: que cada uno puede hacer lo que libremente desee y que de esa actuación libre no se deriven graves inconvenientes sociales que pongan en entredicho la misma libertad individual. Como sería un atentado a esa dignidad individual que alguien en concreto se creyera depositario de las normas morales válidas para todos, no cabría más solución que ésta: esas normas serían pactadas, consensuadas, acordadas por la mayoría. En cada época resultará moral o ético lo que la mayoría estime como tal. Así como se defiende el método de la mayoría para tratar los asuntos políticos -y eso es la democracia-, existiría una especie de democracia moral o ética, en la que lo moral resultaría del acuerdo general.

Pero este planteamiento denominado Ética del consenso incurre en graves contradicciones. Si fuera verdad lo que ella dice, cualquier acto inmoral que no estuviese contemplado como tal en las costumbres de una época determinada, sería lícito. Así, en algunas épocas, algunos pueblos hacían sacrificios humanos, considerándolos buenos. Según este tipo de ética, si los consideraban mayoritariamente buenos, eran buenos. Por el mismo procedimiento, si con una hábil propaganda, se pusiera en práctica la idea de matar a los débiles y minusválidos -como hizo el régimen de Hitler-, aquello sería bueno. La Ética del consenso representa el abuso de una libertad que se cree con derecho a juzgar arbitrariamente sobre la realidad. Al no admitir el peso específico de lo real, la inteligencia queda abandonada a su propio capricho, al interés partidista o ideológico. Por ello, es de gran importancia considerar que “el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores, no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada” (Erich Fromm).

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