Con frecuencia la cuestión del origen del hombre plantea innumerables preguntas a la hora de compaginar lo que dice la Biblia sobre la Creación, y lo que se explica en las clases Ciencias Naturales. A pesar de que la solución a estos problemas ha sido clarificada hace ya mucho tiempo por el Magisterio de la Iglesia, que es quien interpreta auténticamente las Sagradas Escrituras, sus enseñanzas no han llegado al gran público, y los alumnos no encuentran respuestas claras de sus padres o profesores.
Son habituales preguntas como las siguientes: “¿Es verdad lo que dice el Génesis?”, “¿De dónde salieron nuestros Primeros Padres?”, “¿Cómo es posible que Caín fuera agricultor y Abel ganadero, si durante mucho tiempo el hombre prehistórico no conoció ni la agricultura ni la ganadería?”…
El fin de estas reflexciones es, principalmente, adquirir una compresión general del estado de los conocimientos científicos sobre el origen del hombre, y de su complementariedad con una filosofía realista.
La ciencia experimental y la filosofía son saberes que se complementan. Son como dos caminos paralelos que no se cruzan, pero que se iluminan mutuamente. A primera vista, parece que los avances de la ciencia, al desvelar los mecanismos de la naturaleza, eliminan la admiración ante ella. Sin embargo, los nuevos hallazgos no suprimen el asombro de los científicos.
Para comprender mejor las causas últimas del orden existente en el universo y la sorprendente singularidad del hombre, es muy útil conocer básicamente el estado actual de las ciencias experimentales sobre estas cuestiones.
“La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas y han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre (…)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.283).
“El gran interés que despiertan estas investigaciones está fuertemente estimulado por una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser transcendente, inteligente y bueno, llamado Dios (…)” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 284, cf. también n. 285). Es decir: la búsqueda de las últimas causas —filosofía— nos lleva a querer conocer mejor lo concreto —ciencia experimental—, y viceversa. Ambos saberes se iluminan mútuamente, pero no se pueden mezclar, porque los métodos que utilizan para llegar a sus conclusiones son distintos.
Se trata de ver cómo los datos que se desprenden de la ciencia experimental, en relación con la evolución y el origen del hombre, encajan mejor con una filosofía realista que con otras que han estado en la base de muchas teorías, llamadas científicas, que han intentado llegar a una explicación global de esos datos. Por ejemplo, los datos científicos apoyan la existencia de una parte espiritual en el hombre, la realidad de una naturaleza única y estable que tiende a la sociabilidad humana como algo propio.
Hay algo estable y algo cambiante. Concepciones, por ejemplo, de tipo hegeliano han supuesto, más o menos inconscientemente, el olvido de lo que es estable y la extrapolación de lo cambiante a todos los campos del saber, con la consiguiente desaparición de valores permanentes. El hecho de que en el universo se de una evolución en la materia, no significa que todo lo real sea evolución, sin embargo ésta ha sido la concepción dominante en nuestro siglo, que se va desmoronando a medida que van apareciendo nuevos datos.
Lo que enseña la Iglesia
Los últimos papas han hablado con frecuencia sobre el significado de los primeros capítulos del Génesis, pero el documento fundamental, donde se resuelve la cuestión que nos ocupa —el origen del hombre—, es la Carta Encíclica de Pío XII Humani Géneris (12 de agosto de 1950). En ella hay dos proposiciones fundamentales en los números 29 y 30.
En el número 29 se lee: “(…) El magisterio de la Iglesia no prohibe que —según el estado actual de las ciencias y de la teología— en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes en ambos campos, sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios (…)”.
El número 30 aborda la doctrina cristiana del monogenismo: “(…) los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un sólo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio”.
En resumen:
1. En el origen del hombre, el cuerpo humano no tiene que haber sido creado inmediatamente por Dios pero sí su alma —al igual que ocurre en el momento de la concepción de cualquier hombre—.
2. Toda la humanidad procede de un sólo hombre —“protoparente”— que en la Sagrada Escritura se llama Adán, y esta verdad se desprende directamente de la doctrina de la Iglesia sobre el Pecado Original, cometido personalmente por un hombre y heredado por todos sus descendientes.
Salta, pues, a la vista que la Iglesia no interpreta la narración del Génesis en sentido literal, sino que, basándose en el conjunto de la Revelación y en la autoridad dada por Dios al Magisterio, extrae las verdades que Dios nos ha querido dar a conocer a través de la narración del autor sagrado.
En 1909, la “Pontificia Comisión Bíblica”, respondiendo a varias preguntas sobre el carácter histórico de los tres primeros Capítulos del Génesis, distingue entre la forma y el fondo, y dice lo básico que hay de histórico en estos tres primeros capítulos:
a. La Creación de todas las cosas, hechas por Dios en el principio del tiempo.
b. La unidad del género humano.
c. La felicidad original de nuestros primeros Padres en el estado de gracia.
d. La integridad e inmortalidad de su situación originaria.
e. El mandato dado por Dios al hombre.
f. La transgresión del precepto divino por instigación del demonio.
g. La caída de nuestros primeros Padres de aquél estado de inocencia.
h. La promesa del futuro Redentor.
Hay que tener en cuenta que la Biblia no es un libro científico: su finalidad es, exclusivamente, mostrarnos el camino de la salvación; para tal fin usa las imágenes que mejor se pueden entender en cada época. Llegados a este punto, es interesante detenerse a considerar en su conjunto el relato de la Creación, para clarificar el significado perenne que subyace en su primitivo género literario.
El universo en la narración bíblica
El autor sagrado nos narra la Creación de un mundo tal como se concebía en aquella época: de acuerdo con la “ciencia” del momento.
Su concepción se puede resumir del siguiente modo: el universo está formado por una cúpula resistente y firme —firmamento—, apoyado en grandes montañas que se encuentran en los confines de la tierra —los “fundamentos”—. Toda la tierra está rodeada por “las aguas”, el firmamento hace que haya tierra seca, separa las “aguas superiores” de las “aguas inferiores”; éstas últimas afloran a la tierra en los mares y ríos.
El sol, la luna y las estrellas son seres móviles —más perfectos, para su mentalidad, que las plantas que carecen de movimiento—. La lluvia caía cuando se abrían unas compuertas situadas en el firmamento, dando así entrada a las aguas superiores.Esta visión, por supuesto, no era sólo la del Pueblo de Israel, sino la de todas las culturas relacionadas con él: egipcios, babilonios, cananeos, fenicios, etc.
Hoy en día, aunque el avance de la ciencia nos haya dado otra visión del universo, podemos entender, conociendo la mentalidad del escritor, las verdades esenciales que se nos enseñan en el relato del Génesis; narradas en un estilo literario y con una visión del mundo necesarios para que también las comprendieran los hombres de aquellas épocas.
Hay que tener en cuenta que esta forma de interpretación es ya muy antigua pues Padres de la Iglesia como San Agustín ya mencionan una interpretación alegórica de los “días de la creación”, si bien sólo se ha generalizado en los dos últimos siglos. Al fin y al cabo, para la salvación del hombre, es accidental que el firmamento esté constituido por una rígida cúpula o por millones de estrellas y galaxias.
Para ver, pues, qué es lo esencial nos fijaremos primero en las diferencias existentes entre la concepción del Pueblo Elegido, inspirada por Dios, y las de sus pueblos vecinos.
El Génesis y los mitos de los pueblos vecinos
Hay una cuestión que sorprende a los historiadores: la concepción del mundo y de la creación es similar en todos los mitos pertenecientes a las culturas que rodeaban al Pueblo de Israel. Sus relatos tienen muchas coincidencias, en la forma, con el del Génesis; podemos decir que convienen en la “materialidad del relato”, pero se diferencian en las cuestiones religiosas fundamentales. La concepción de Israel es mucho más profunda y original a pesar de ser culturalmente menos avanzado, por ser un pueblo más reciente, gracias a la asistencia que Dios otorgó al “pueblo elegido.
En los otros relatos se habla siempre de un caos preexisistente a todo, donde va formándose el primer dios, del cual derivan los otros dioses o semidioses (el sol, la luna, la tierra, los elementos, las estrellas, etc.), dioses que tienen limitaciones, no son todopoderosos, tienen que luchar para vencer. En cambio en el Antiguo Testamento se nos muestra un Dios que existe antes que todo, un Dios personal, que crea libremente el mundo, un mundo distinto de El y que antes no existía, que no es una emanación suya.
El verbo “crear” —en hebreo “bará”— es utilizado en la Biblia como una acción exclusivamente divina: “sacar algo de la nada”, noción que no existe en las culturas vecinas: A esta noción —creación de la nada—, no había llegado nadie, ni siquiera la sabiduría griega precristiana. Y continúa siendo un misterio incluso para la cultura de nuestros días.
Una vez creado por Dios, el mundo comienza siendo un caos (Gen 1,2), pero el orden no va saliendo del propio caos, como en los mitos vecinos, sino que es el mismo Dios, personal y transcendente, el que lo va ordenando con la fuerza de su palabra. En los relatos míticos va apareciendo un inestable orden, como resultado de las victorias de unos dioses sobre otros. El Dios del pueblo hebreo es Todopoderoso, nada se le puede enfrentar porque todo ha sido hecho por El: no existe ninguna fuerza que se oponga a Dios, o que Dios tenga que vencer. Llegados a este punto, estamos ya en condiciones de abordar el mensaje esencial y permanente que se nos transmite en el relato del Génesis.
Significado de los primeros capítulos del Génesis
Como ya hemos visto, lo primero que se nos enseña es la existencia de un Dios personal y transcendente, por el que han sido creadas todas las cosas distintas de El. Después se van desmantelando, una a una, las ideas de las culturas paganas, que siempre han tendido a divinizar o “sobrenaturalizar” lo que no pueden entender o dominar.
Como dijo el Cardenal Ratzinger: “De manera que la Escritura no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas, ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Universo. El mundo no es, como creían los hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes demoníacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades, sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la palabra se ha transformado en fuerza creadora” (Creación y pecado); es decir, en pocas palabras se desarticula toda creencia en la divinidad de las criaturas y de la creación.
Desde esta perspectiva, repetidamente propuesta por el Magisterio —y que incluso se encuentra en la misma Sagrada Escritura en los distintos libros que la componen, escritos en épocas diferentes—, lo que nos enseña el Génesis es que Dios ha hecho la creación según un plan ordenado, que se va desarrollando a lo largo del tiempo. Este sucederse ordenado de las cosas, previsto y sostenido por Dios, es lo que se llama en Teología “Providencia ordinaria”.
El “primer día” comienza después de la aparición de la luz: “Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas, y llamó a la luz día y a las tinieblas noche. Hubo así tarde y mañana: Día primero”(Gen 1, 4-5). En los sucesivos “días”, o períodos de tiempo, van apareciendo ordenadamente los diversos seres, de menor a mayor perfección. Llama la atención que este orden de aparición concuerda, esencialmente, con lo que sabemos hoy por las observaciones científicas —a diferencia de otros relatos de la época que son en este punto bastante aleatorios—, salvo en el caso de las plantas, que aparecen antes que el sol, la luna y las estrellas(Gen 1, 11-19),lo que se explica, como ya habíamos apuntado, por la idea de que las plantas debían de ser más imperfectas ya que carecían de movimiento.
Esta coincidencia es una muestra de la capacidad de conocimiento sapiencial del autor sagrado, que intuye el orden real de la creación contemplándola, sin necesidad de tener datos científicos, algo que, quizá, el hombre moderno ha perdido la costumbre de hacer.
En el “día” quinto aparecen los seres vivos en el agua, y en el “día” sexto aparecen los animales terrestres y, con una especial solemnidad, el hombre; mostrándose así también como obra de Dios, tales como son, con la diferenciación de sexos y la fecundidad, que eran objeto de adoración en muchos pueblos.
Adán y Eva
Hay que tener en cuenta que en la Biblia se ofrece una visión de conjunto de la historia del Universo y del hombre desde su origen hasta su final, en una perspectiva religiosa y transcendente. Dentro de esta visión de conjunto, la parte histórica de la Biblia que podemos relacionar con la historia de los pueblos, y de la que los autores sagrados tuvieron noticia de una u otra forma, abarca desde la época patriarcal (hacia 1800 a.C.) hasta las primeras comunidades cristianas (finales del s.I d.C.). En la Biblia queda recogida desde el capítulo 11 del libro del Génesis hasta el 3 del Apocalipsis. Lo anterior y lo posterior a estos capítulos, aún conteniendo verdades fundamentales de orden histórico, como la creación y el final del mundo, escapa a la comprobación científica, histórica o arqueológica. Se trata de acontecimientos cuya explicación no puede desvincularse de una actitud religiosa: aceptación de fe o rechazo gratuito.
El hombre es creado por Dios para ser su representante en la tierra, y para llevarla a la perfección mediante su trabajo. Adán y Eva son puestos por Dios en el Paraíso, en una situación de dicha sobrenatural que no se merecen. Dios no crea al hombre para servirse de él, sino para hacerle partícipe de su propia felicidad por pura Gracia. Esto se manifiesta, entre otras cosas, en la posesión de algunos dones no pertenecientes a la naturaleza material, como el de la inmortalidad. Existe aquí una clara diferencia con los relatos míticos. Dos ejemplos: en la “Leyenda de Asciela” —Mesopotamia (Mito de Atraharis)— un dios vencedor forma al hombre con arcilla amasada con sangre de un dios vencido, para que le sirva; y en el poema de Gilgamés es el propio hombre el que intenta conseguir la inmortalidad pero, cuando está a punto de conseguirla, le es robada por “la serpiente”.
Para que el hombre se merezca esos dones Dios le somete a una prueba mediante un mandato, lo cual se nos transmite en el Génesis con la imagen de la prohibición de comer del “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2,17). Pero el hombre, engañado por el demonio, lo incumple y comete el primer pecado; se nos enseña así el hecho histórico del pecado original. Aquí está el origen del mal en el mundo: el mal no tiene entidad en sí mismo, es una falta de un bien debido; el mal existe, pero no viene de Dios.
El relato de Caín y Abel (Gen. 4,1-15), y los que le siguen, nos quieren mostrar cómo el mal se va extendiendo en el mundo, consecuencia de la herencia del pecado de nuestros primeros Padres; sus descendientes no consiguen dirigirse hacia el bien sin la ayuda de Dios. En este sentido, Caín y Abel son una imagen de todos los descendientes de la primera pareja.
Que Caín sea agricultor —sedentario— y Abel ganadero recoge, según muchos estudiosos, una advertencia al pueblo de Israel, que era nómada —ganadero— hasta que se asentó en la tierra prometida; trata de subrayar la necesidad de no dejarse influir por la superior cultura de los pueblos cananeos, para no caer en su politeísmo. Era éste un peligro constante para el pueblo hebreo, en el que, de hecho, cayó en numerosas ocasiones. Vemos pues que no existe el problema del vacío histórico entre la época en que vivieron Adán y Eva y la aparición de la agricultura y la ganadería en épocas muy posteriores.
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