sábado, 25 de agosto de 2007

sobre la inmortalidad del alma

El último libro del profesor Alejandro Llano se titula “En busca de la trascendencia”. En él, con una enorme honradez intelectual, el filósofo aborda el problema más difícil, pero también más decisivo de la existencia humana: la pregunta por lo que está más allá de nuestro horizonte vital inmediato. Copio en magnífico Epílogo del libro, cuya lectura recomiendo, advirtiendo que será especialmente provechosa para aquellos que esté algon iniciados en la ciencia filosófica.

 
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El sabor que me dejan las reflexiones expuestas en este libro podría plasmarse en las palabras que un discípulo de Sócrates, llamado Simmias, formula en el diálogo Fedón a propósito de la inmortalidad del alma:

«A mí me parece, ¡oh Sócrates!, sobre las cuestiones de esta índole, tal vez lo mismo que a ti: que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas desde todos los puntos de vista, es propio de un hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas dos cosas: aprender a descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en un navío más firme, como, por ejemplo, una revelación religiosa.»

Todos nosotros estamos embarcados en la travesía de la vida. Quiérase o quiérase que no, hemos de pasar a la otra orilla, ésa que se encuentra más allá de la muerte. Y nadie sabe, a ciencia cierta, qué es lo que allí nos aguarda. Por mi parte, son muchas razones, sumariamente expuestas hasta aquí, las que me llevan a estar moralmente seguro de que no todo se acabará tras el fallecimiento. Hay un rescoldo de permanencia en esa dimensión nuestra, estructural y profunda, a la que llamamos alma. Y ese poso de calor y de luz se reanimará en una nueva vida que ya no termina. No estoy solo en esta pretensión. La corriente principal de todas las tradiciones de pensamiento conduce a confirmar la existencia de una vida futura. Por otra parte, ninguna evidencia científica contemporánea contradice lo que vislumbraron las mentes más lúcidas que la humanidad ha dado desde antes del comienzo de la historia. Aunque también es innegable la existencia del rechazo, la resistencia a aceptar un destino eterno sobre el que no se nos ha pedido opinión y acerca del cual, al parecer, no se nos ofrecen suficientes noticias.

Como advirtió Pascal, se trata de una apuesta. Nadie puede dejar de intervenir en este gran juego de la existencia. Porque no participar implica ya adoptar una postura negativa. Aunque nadie pueda negar a otro el derecho a seguir dudando, la vacilación no es una actitud en la que sea viable instalarse de manera permanente. Si no en el pensamiento, al menos en la vida, se acaba tirando por uno de los dos senderos que se abren ante nosotros. Desde luego, la respuesta afirmativa al dilema es más bella y fecunda que el cierre agnóstico. Mas ¿posee suficiente apoyo para dar sinceramente ese tremendo salto mental que nos conduce desde la inquieta incertidumbre hasta la firmeza segura?

No habría tal apoyo si estuviéramos solos. Pero lo cierto es que no lo estamos. Hay un conocimiento natural de Dios y de la espiritualidad del hombre, que son los preámbulos de la esperanza. Y, como dice Ratzinger, jamás ha habido una época, por lo que podemos saber, en la que el tema de lo «totalmente Otro», de lo divino, haya sido ajeno al hombre. Pues bien, la existencia de Dios constituye un sólido fundamento para la creencia en la vida eterna. Si Dios existe, nuestro futuro está asegurado. No es posible que ese Ser máximamente bueno y omnipotente nos gaste la mala jugada de dejar que se frustre una esperanza razonablemente cierta. Ahora bien, ¿no han manejado acaso pensadores tan serios como Ockham y Descartes la hipótesis de un dios engañador o de un genio maligno? ¿No han sido suficientemente insidioso el mensaje de Nietzsche como para no dejar que nuestros bondadosos deseos se enfrenten con la crudeza de una realidad en la que campea el horror y el engaño?

Resulta, al cabo, que sólo el amor puede salvamos. Éste no es un sentimiento piadoso que huela a debilidad y sometimiento por todos los costados. No, no es así, porque sabemos que el amor es más fuerte incluso que la muerte. Y es lo más lúcido de todo. Ésta es una convicción que la experiencia universal del amor lleva consigo. Creemos porque amamos, dijo Newman. Y esta revelación del amor alcanza una cota muy alta en el cristianismo. Mejor dicho, en el propio Cristo. Como dice Bono (U2), Cristo enseña que Dios es amor: «¿Qué significa eso? Para mí significa estudiar la vida de Cristo. En ella el amor se describe a sí mismo como un niño que nace en la pobreza más absoluta, en la situación más vulnerable de todas, sin honor.» Jesús, muerto y resucitado por nosotros, nos asegura la salvación de la muerte eterna. Y no tenemos motivos para desconfiar de él. Creerle es participar de su visión de la realidad, que nos ha sido comunicada ininterrumpidamente por testigos de toda garantía. En comunicación existencial con él, sabemos que lo que nos espera tras el último aliento no es sólo la pálida existencia de un alma descorporalizada, sin organismo en el que encarnarse y desde el que vivir. Mi entrañable amigo Florentino, andaluz apasionado y analítico, se lamentaba de que el plan de las almas separadas no permitiera tomarse unos finos con los amigos y palmotearles ruidosamente en la espalda. Ciertamente, sin inmortalidad del alma no hay resurrección de los muertos, porque una resurrección sin inmortalidad implicaría recrear a alguien totalmente desaparecido. Pero a los cristianos -y a todas las personas que escuchen las palabras de la Escritura - se les ha hecho saber que la inmortalidad no es la situación definitiva. La estación de llegada se alcanza con cuerpo y alma, en la visión de Dios cara a cara.

Alguien me preguntará: ¿tantas páginas erizadas de razonamientos, desperdiciadas en este libro, para llegar a una afirmación puramente dogmática? No es así, desde luego, como yo vivo la fe en la vida futura, y en esto no me diferencio de las demás personas que han recibido el don de la fe. Porque los creyentes confiamos en la realidad de la vida eterna con una seguridad que nos parece, por decirlo así, más racional que la que pueden aportar todas las pruebas filosóficas y, desde luego, más lúcida que todas las actuales impugnaciones escépticas. Ya me doy cuenta de que quien no ha recibido este complemento de luz leerá estas palabras, en el mejor de los casos, con extrañeza. No trato de convencerle, como no lo he pretendido con los argumentos desarrollados a lo largo de este ensayo. Sólo quiero asegurarle ahora que esas pruebas han sido expuestas con honestidad intelectual y que la certidumbre de mi fe es plenamente sincera. Lo cual no constituye un argumento, sino sólo un testimonio: el mío, por lo que valga.

Recuerdo una de esas interminables conversaciones nocturnas de Colegio Mayor universitario. Pasadas las diez de la noche solíamos oír -era en torno al movimiento estudiantil del 68- Radio España Independiente o Radio París, para enteramos de las noticias censuradas en el «radio hablado» oficial, obligatorio para todas las emisoras españolas. Las charlas que sosteníamos después el pequeño grupo de los conspiradores estaban teñidas de esa emoción arriesgada que proporciona el ambiente de la ilegalidad; tenían el aroma del riesgo que de hecho corríamos no pocas veces al día siguiente, en las discusiones de las aulas y en las manifestaciones por las calles. En aquella ocasión, bien entrada la madrugada, el río de la conversación nos condujo a hablar sin más del cristianismo. El más inteligente de los contertulios habituales era un estudiante ligeramente tartamudo. Disculpados por su indudable superioridad intelectual, no dejábamos de tomar el pelo al lúcido tartaja. Pero la noche en cuestión nos dejó en silencio cuando dijo entre los trompicones verbales de siempre: lo más importante del cristianismo es Cristo.

Al menos en nuestra cultura, no hay experiencia vital más trascendente que confrontar la propia existencia con Jesús de Nazareth. Tampoco en este caso comparece impugnación alguna válida que provenga de pintorescos evangelios apócrifos o descubrimientos arqueológicos aireados por revistas de divulgación. Sabemos, con mayor certeza que de otros personajes históricos indudables, que Cristo existió, predicó lo que el Nuevo Testamento sintéticamente recoge, murió por nosotros y resucitó al tercer día. El significado antropológico de este sacrificio redentor lo ha aclarado últimamente René Girard mejor que nadie: Jesús es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo y cancela de una vez por todas la violencia sagrada, la cual utiliza el odioso recurso al chivo expiatorio, papel atribuido desde antiguo a un inocente al que se hace apechugar con la culpa de los conflictos y catástrofes de una comunidad.

Si Cristo no hubiera muerto por nosotros, careceríamos de un impresionante testimonio histórico de entrega por amor, que avalora un mensaje trascendente; pero si no hubiera resucitado, nuestra fe en la salvación y en nuestra propia resurrección sería vana. Mas lo cierto es que realmente murió en la cruz y resucitó de entre los muertos, como desde entonces han testificado con su inteligencia y hasta con su sangre miles de seguidores suyos. Tal es el único fundamento posible de la esperanza.

Lo insólito de la oferta hace de su aceptación una respuesta que es preciso razonar y decidir libremente. Por eso, el rechazo debe ser respetado, y la realidad es que la mayoría de las veces se respeta, en contraste con tantas intolerancias que cruzan de hecho las sociedades actuales. Mientras que la acusaciones a los cristianos de dogmatismo, oscurantismo, oposición al progreso científico, prepotencia y sectarismo se vuelven contra los que las formulan. Nadie, y menos en algunos países, es hoy cristiano por conveniencia. Porque, humanamente hablado, llevamos todas las de perder. Aunque sabemos, que en el plazo largo -es decir, el auténticamente real- una victoria serena está asegurada.

Cada cristiano puede decir sin arrogancia alguna: «Yo sé de quién me fío». Y tiene como cierto que, cuando llegue el trance definitivo, no estará solo, sino que se encontrará con la presencia fuerte y amorosa del Hijo de Dios, hecho hombre para salvarle. El cristiano sabe que la inmortalidad no es un simple sobreponerse a la muerte, haciendo romo su aguijón, sino que conduce a una vida plenaria en la que todo lo caduco habrá sido cancelado y las injusticias del mundo viejo quedarán reparadas, aunque eso no le disculpe de luchar contra ellas mientras camina por esta tierra. De manera que los esfuerzos racionales para probar la existencia de Dios y la incorruptibilidad del alma no son vanos ni ociosos, sino que resultan superados y mantenidos -dicho hegelianamente- por el regalo de una gracia que sale a nuestro encuentro y socorre nuestra debilidad. Estamos a la espera de la vida que Dios nos regala tras la muerte. No es otra nuestra esperanza.

La fe es el signo más. No consiste en un consuelo para timoratos ni en un freno para la libertad de pensamiento. Es una interna potenciación de la inteligencia que añade capacidades nuevas sobre la base de lo que naturalmente se comprende. De suyo es completamente original, porque estriba en una posibilidad que ni siquiera se puede adivinar o sospechar desde un nivel meramente humano. Y, además, hacer este tipo de consideraciones no es una manifestación de autocomplacencia, sino que se desprende de una lectura -incluso fría y neutra- de las evidencias de la historia. Sin la fe cristiana los valores fundamentales de la modernidad occidental resultarían incomprensibles. Ni la ciencia, ni la democracia, ni el progreso técnico, ni el reconocimiento de la dignidad de la mujer y del hombre serían posibles sin el cristianismo, y de hecho nunca han surgido al margen de una cultura de inspiración cristiana.

En nombre de Dios y de la Iglesia se han cometido todo tipo de desafueros y fecharías, pero no más que en nombre de cualquier otro ideal que resulte manipulable desde la ignorancia, el resentimiento y la mala conciencia. El pasado siglo es testigo cualificado de que las mayores matanzas de la historia se han basado en planteamientos frontalmente hostiles al cristianismo. Y en lo poco que va de esta centuria ya hemos podido advertir que el apartamiento de la concepción cristiana del hombre no es precisamente una vía para escapar de un callejón sin salida que empieza a ser agobiante. Desde luego, nadie abraza la fe por admiración hacia un presunto «genio del cristianismo». No hay interpretación de la historia que demuestre la verdad de religión alguna. Pero es preciso reconocer que tampoco son rigurosos los grandes contrarrelatos en los que la apertura a la trascendencia se considera como el origen de todos los males reales o ficticios. La radical libertad de la fe se basa en que no hay ninguna realidad histórica o natural que abrumadoramente la imponga, así como no hay evidencia alguna que la contradiga.

La fuerza interior que rompe la indiferencia e inclina la balanza hacia la aceptación del mensaje salvador es la forma de vida. Los que ven a Dios son los limpios de corazón. Quienes no tejen su existencia en torno a sus propios intereses, quienes no están totalmente embebidos en sí mismos:
ésos son quienes se abren agradecidamente a una realidad que constituye el regalo primordial. Hay una especie de «mirada espiritual» que nos hace ver el mundo como creado. Y sólo la verdad de la creación abre camino a la aceptación de los dones sucesivos y constantes. La vida es un obsequio y no un producto. El gran obstáculo para aceptar la noticia sobre el destino eterno del hombre es su propia hybris, la soberbia de la vida, que prefiere aferrarse a la crispación de la certeza individual, antes que abrirse a la riqueza de la verdad compartida. La fe es un saber autónomo, pero se apoya en la confianza recíproca por la que los conocimientos del otro se convierten en conocimientos míos. Tampoco en este sentido estamos solos. La relación con el mensaje de Dios pasa por la interdependencia con los miembros de una comunidad. No es un refugio solitario: es una aventura de humana solidaridad. Nadie lo sabe todo, pero todos juntos sabemos lo que necesitamos saber.

La conversión humana conduce a las puertas de la fe y permite aproximarse a una justa visión de lo real, en la que Dios y la vida eterna tienen un sentido capital. Esa conversión primordial es la apertura confiada a las demás personas, la cual implica el desprendimiento de lo que tenemos y la fidelidad a lo que somos. Las puertas del espíritu se abren hacia fuera. En el anhelo por reencontrarnos, por llegar a ser nosotros mismos, tropezamos con los otros y con el absolutamente Otro. El amor es la llave que abre la puerta del conocimiento.

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