viernes, 24 de agosto de 2007

Nuestro punto de partida: la Grecia clásica

Sócrates (470–399 a. C.)

SÓCRATES es el primero de los clásicos que centra su atención filosófica en el hombre, no quedándose en el de la naturaleza física. Sócrates entregó su vida por la verdad. Su ejemplo quedó esculpido en la vida de sus discípulos, especialmente en la de Platón y Aristóteles. Como es sabido, uno de los pilares de la ética socrática es la virtud (areté). El otro es la ley (nómos). Sócrates es la encarnación de estas dos bases que permiten que uno se considere miembro de una ciudad (pólis).
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Para Sócrates –al menos en lo que refieren los Diálogos platónicos– del hombre no importa tanto su hacer como su alma. El hombre es su alma. El cuerpo es el instrumento del que se sirve el alma, siendo ésta invisible y de naturaleza divina. La espiritualidad del alma la deduce del pensar. En efecto, el universal es un gran descubrimiento de Sócrates, un objeto propio del pensar que trasciende la realidad física singular, reino de lo particular. Tras ese hallazgo, el fin que buscará este autor no es utilitario, práctico, sino la mejora interna de la propia alma. Se trata del descubrimiento de la virtud y, en consecuencia, de la ética. La virtud perfecciona intrínsecamente al alma. De ahí el que "el mayor mal no es sufrir la injusticia, sino cometerla" , porque cuando uno la comete se vuelve injusto él mismo, se degrada; no cuando la sufre. No obstante, no cabe virtud sin sabiduría práctica, es decir, sin prudencia. Por tanto, para él el mal siempre se comete por ignorancia. Tal sabiduría apunta al bien, a la consecución de la felicidad.
El planteamiento socrático cuenta con grandes aciertos, como el del descubrimiento de la inducción (el paso del conocimiento de lo particular a lo universal), del universal, y de la virtud, la dimensión social humana, etc., que son piezas maestras para descubrir la índole inmaterial e inmortal del alma, la índole relacional del hombre, su apertura a la trascendencia, etc. Sin embargo, también es rectificable en algunos puntos, como el referente a la propuesta que imputa como causa del mal a la ignorancia. No siempre es así, porque a veces el hombre hace a sabiendas lo malo, por mala voluntad. Esas rectificaciones al llamado intelectualismo ético socrático vendrán de manos de Aristóteles.

El dualismo de Platón (427–347 a. C.)

El pensamiento platónico es deudor de las corrientes de pensamiento presocráticas que postulan el dualismo de la radical separación del cuerpo y el alma. Tanto el orfismo como los pitagóricos, por ejemplo, habla de la transmigración de las almas y de la reencarnación y entienden el cuerpo como “cárcel del alma”. Después de Aristóteles nos parece descabellado pensar que cualquier alma pueda descender a cualquier cuerpo, pero en culturas orientales aún hoy perdura esta creencia. La prohibición de no comer la carne de determinados animales tiene posiblemente aquí su origen. El problema del dualismo es que no explica bien la unión del cuerpo y el alma.
Para PLATÓN, como para ARISTÓTELES, la antropología es más bien psicología (tratado De anima), pues sostiene que el hombre es, ante todo, alma, que describe como substancia subsistente, simple, única, inmaterial, espiritual, supraterrena, eterna e invisible, unida accidentalmente al cuerpo. Es el alma independiente del cuerpo y no sólo inmortal sino preexistente al cuerpo, y por ello, se admite para todo hombre la encarnación . La preexistencia la intenta demostrar a través de la tesis de la reminiscencia, es decir, del recuerdo. El cuerpo es la "cárcel del alma", y la tarea del hombre en esta vida es prepararse para la definitiva liberación. La antropología platónica tendrá gran influencia en el pensamiento cristiano, sobre todo en la Edad Media.
El alma humana es triple, es decir, posee tres principios diferentes: el alma concupiscible, principio de los apetitos sensibles, ínsita en el vientre; la irascible, que impulsa al valor, inscrita en el pecho; y la racional, principio de la ciencia y de la virtud, radicada en la cabeza. De esas tres es sólo esta última la que es inmortal y simple. Su origen procede del “demiurgo”, un dios menor. Radicada en el cuerpo, el alma está en él por una caída, como en una cárcel. Su papel respecto a él es el de ser auriga, el de conducir sus movimientos, siendo estos movimientos dobles: los irascibles y los concupiscibles. Si logra el dominio de ellos, tras la muerte pasa a la inmortalidad contemplando el Mundo de las Ideas. De lo contrario, debe transmigrar (influencia pitagórica y del orfismo) de cuerpo en cuerpo hasta que se purifique.
El aporte antropológico platónico cuenta con grandes aciertos: el protagonismo del alma, su inmortalidad, el papel rector de ésta sobre el cuerpo, etc. Pero también cuenta con desaciertos innegables: el dualismo alma-cuerpo, la visión tripartita del alma, las opiniones de la encarnación y reencarnación, etc. Será Aristóteles, su mejor discípulo, el que establecerá las rectificaciones pertinentes a estos planteamientos. La gran influencia de Platón a lo largo de la historia del pensamiento queda fuera de toda duda.

La psicología de Aristóteles (384–322 a. C.)

Para ARISTÓTELES el alma es el principio de la vida, el acto primero del cuerpo físico orgánico, que tiene vida en potencia; una forma que actualiza el cuerpo, dotada de entendimiento y voluntad. Alma y cuerpo forman, por tanto, un sólo compuesto, no dos sustancias heterogéneas, sino una única sustancia o naturaleza compuesta de materia y forma. Es la superación del dualismo platónico.
El libro I del De Anima aristotélico es una exposición y una crítica a toda la psicología precedente. Para Aristóteles el intelecto es una entidad independiente, no sometida a corrupción; es lo más divino en nosotros. Tampoco el alma es un cuerpo sutil, ni es mezcla constituida a partir de elementos ni tampoco se halla mezclada con la totalidad del Universo porque el alma no es divisible. Más aún, es lo que mantiene unido al cuerpo puesto que al alejarse ella, éste se disgrega y se destruye.
En el libro II recurre a la doctrina expuesta en el libro de la Metafísica para definir el alma como acto (perfección) de un cuerpo natural que tiene vida en potencia; es decir, de un organismo; un cuerpo natural organizado; un cuerpo natural que posee en sí mismo el principio del movimiento y del reposo. Existe una composición evidente entre alma y materia, más que entre alma y cuerpo, que sería el planteamiento cartesiano. Sin alma no hay cuerpo: hay apariencia de cuerpo (cadáver). En el cuerpo organizado está el alma informando la materia; alma es acto, materia es potencia. Llegará a decir Aristóteles que si el ojo fuera un ser vivo, su alma sería la vista (el acto del ojo).
Ciertas facultades del alma, además, no son separables del cuerpo. En cambio el intelecto puede darse separado del cuerpo, como lo eterno de lo corruptible. Esto es importante, porque si el alma puede ejercer alguna función sin el cuerpo, entonces podrá subsistir sin él. El intelecto permite demostrar la inmortalidad del alma.
El libro III comienza con el estudio de las potencias cognoscitivas sensibles internas: el sensorio común y la imaginación. Luego pasa a escrutar las potencias del alma sin soporte orgánico, que son las superiores. Estas son el entendimiento y la voluntad. El primero, también llamado entendimiento posible o paciente , que de entrada es –declara– como una tablilla de cera en la que no hay nada escrito, pero que está abierto a conocer todas las cosas. Al conocerlas la razón las posee, pero no físicamente sino intencionalmente (no se posee la piedra sino la forma de la piedra). Sin embargo, cabe todavía un modo de posesión intelectual más alto para Aristóteles: el de los hábitos.
La voluntad, por otra parte, es el apetito racional, que tiene en muchos casos un marcado carácter desiderativo, tendencial, no como acto. He ahí uno de los límites del enlace entre psicología y antropología en Aristóteles, que será rectificado por el pensamiento medieval. Por encima de éstas dos facultades está –continua Aristóteles– el entendimiento agente , que es el que actualiza al entendimiento posible, y el que es inmortal, separado del cuerpo, eterno, lo más divino en nosotros, el que viene de fuera, y lo que subsiste tras la muerte, pero que, como afirma en la Ética a Nicómaco, tras la muerte ya no posee una actividad como la actual, sino que pasa al reino de las sombras, con una vida más imprecisa, desvaída.
Las nociones de hábito y de virtud, son fundamentales en sus tratados de ética, pues es del hombre de quien depende la formación y el crecimiento de esas perfecciones internas. No hay, sin embargo, un desarrollo suficiente acerca del núcleo personal humano. El legado aristotélico es colosal. El pensamiento griego acerca del hombre se consolida con Aristóteles en cuanto a concebirlo como animal racional (animal que tiene “logos”, razón), animal lingüístico (que posee lenguaje) o animal político (con sociedad). En cambio, el medieval recogerá su aporte por lo que respecta a la finura con que distingue las diversas facultades del alma, sus actos, sus hábitos y objetos propios.


Noción de alma
La vida es el alma de los seres vivos (su forma). Estar vivo es base (acto primero) y condición de posibilidad de todas las operaciones (actos segundos). No es, por tanto, la suma de dichas operaciones. Ese acto es indivisible, sin partes, y por ello es inmaterial (aún tratándose de la vida de una planta mínima, de un virus o una bacteria). El alma es lo que constituye a un organismo ; es el primer principio del cuerpo vivo; el primer principio de vida de los seres vivos. Aristóteles la describe como el acto de un cuerpo natural que posee la vida en potencia. Y también como aquello por lo que primeramente vivimos, sentimos, nos movemos, y entendemos.
La biología moderna ha dado la razón a Aristóteles, mostrando con claridad la existencia de un principio estructural subsistente que trasciende la materia. Esto lo podemos ver en el fenómeno de la autorrenovación de la substancia en los seres vivos. Nada es permanente en la materia viva, constantemente se están renovando las células de un cuerpo vivo, a un ritmo distinto según los tejidos, pero de modo incesante, de manera que ningún organismo está constituido por la misma materia en el pasado y en el presente. Es lo que algunos autores han llamado el “torbellino metabólico”, los complejos moleculares que constituyen la materia viva están sometidos a continuos cambios. Sin embargo, en medio de ese “torbellino”, las células permanecen estables: existe una estructura inalterable y subsistente que es el alma informando a la materia.
No es, pues, el alma una sustancia superpuesta, sino el acto del cuerpo vivo; lo que lo vivifica. El alma se compara al cuerpo como el acto a la potencia. La vida no es nada material, no es propiedad del cuerpo. ¿Qué diferencia hay entre un cuerpo de un ser vivo y otro recién muerto? Los elementos son los mismos. La diferencia es la vida, que es la que vivifica, ordena, organiza esa materia. Es el alma misma la que unifica a la materia. No se requiere por tanto de un tercer elemento que a modo de pegamento una ambos principios.

El cuerpo humano, un cuerpo orgánico
La vida no es algo sobreañadido extrínsecamente al cuerpo orgánico, sino el movimiento intrínseco. Conviene añadir ahora que la vida es lo que hace que un cuerpo sea precisamente cuerpo. Vivificar a un cuerpo es, a la par, constituirlo como cuerpo. El cuerpo no es tal antes de recibir la vida. Sin ella las realidades físicas no son cuerpo orgánico, sino materia inerte. Cuerpo con vida es cuerpo orgánico. Los órganos son los soportes biológicos de las potencias o facultades de que está dotado un ser vivo corpóreo (ej. los oídos son los órganos de la facultad auditiva, los ojos lo son de la visiva, etc.). Tales potencias con soporte orgánico son principios que ordenan, configuran, informan, una parte del cuerpo, no el cuerpo entero, sino cada una a su órgano. La vida es el principio unitario que vivifica enteramente al cuerpo. Es, por tanto, el principio del que dimanan todas las facultades o potencias, que contribuyen a que el cuerpo sea un organismo.
Los cuerpos orgánicos tienen mayor o menor complejidad dependiendo del mayor o menor número de potencias o facultades que posean y del tipo de las mismas. De modo que los órganos son para las facultades y no al revés. La noción de fin es esencial a la hora de comprender algo. No se puede comprender enteramente a los órganos exclusivamente desde una perspectiva anatómica, biologista, sino que se los entiende en atención a las facultades (ej. no se comprende enteramente al ojo fisiológicamente, es decir, al margen de que el ojo es el órgano de la visión, es decir, de que está hecho para ver).

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