Reproducimos el interesante artículo de OLEGARIO GONZALEZ DE CARDEDAL, teólogo y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, publicado en ABC el pasado 23 de agosto de 2007.
¿QUÉ sería de nosotros sin libros? ¿Cómo será la vida interior de una persona que no ha leído nunca nada? Casi imposible nos parece la vida sin la escritura. Sin embargo en el momento en que surgió, junto con el agradecimiento por las posibilidades que ofrece, se percibieron los posibles efectos perjudiciales. La escritura nos ofrece saberes que nos vienen de fuera. Pero, ¿el real conocimiento personal puede venir desde fuera del propio espíritu del hombre? ¿No deberá nacer del encuentro consigo mismo, de aquella interiorización que llamamos memoria (Erinnerung)? Platón relata el mito del origen de la escritura en Egipto en un diálogo entre el dios Theuth y el rey Ammón. Aquél le explica así el invento: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria». El rey le replica que a la vez que una ganancia será una pérdida, porque «en las almas de quienes lo aprendan dará origen al olvido, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres por culpa de la confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro por su propio esfuerzo» (Fedro 274-275)
Con el libro hemos pasado del cultivo de la memoria que retiene a la lectura que se despreocupa. Ahora estamos en trance de pasar de ésta a la cultura de la imagen. No se trata de sustitución, sino de complementaridad. Una y otras hacen más rica y ancha la vida humana, pero exigen un esfuerzo de integración y de establecimiento de prioridades. La memoria para Platón remite al fondo del hombre en el que su espíritu se funde con el ser, conecta con la verdad y se abre a Dios. En este encuentro descubre su destino y su misión. La memoria así entendida es la condición para ser hombres verdaderos. El libro no viene a desplazarla sino a emplazarla. Lo mismo vale para las nuevas tecnologías respecto del libro. Memoria, texto e imagen forman el triángulo en el que se encuadra hoy la verdad del hombre en búsqueda de su plenitud.
El libro nos arranca a nuestra soledad y nos abre a la interioridad del prójimo, plasmada en sus páginas. Nos permite viajar a otros mundos, existir con otros hombres, hablar con otras palabras, pensar con otros pensares: en una palabra, tener nuevos ojos para descubrir el fondo de la realidad que nos es familiar y abrirnos a otras realidades que nos eran ajenas e insospechables.
Un libro nos permite compartir la experiencia de otro ser semejante a nosotros. Su destino puede ser nuestro destino y sus aventuras, nuestras aventuras. Podemos morar en sus mansiones interiores durante los meses que dura la lectura; acompañar el río de su vida desde el nacimiento en las fuentes de la montaña hasta la desembocadura en el océano.
En el curso de sus aguas llegamos a ser otra persona, ya que lo que le ocurre a un hombre en el fondo le ocurre a todo hombre. Todas las vidas pueden ser nuestras vidas, todas las muertes pueden ser nuestras muertes, y mientras recorremos aquéllas revivimos las nuestras, que así se ven iluminadas, ensanchadas, condenadas o justificadas.
Un hombre tiene la edad de sus lecturas, de las que ha hecho y de las que no ha hecho, porque no haberse asomado a ciertas cumbres y abismos es haber quedado disminuido en la talla posible de humanidad. Los libros tienen su tiempo y no pueden ser leídos todos en cualquier edad. Hay lecturas de infancia y de adolescencia, de juventud y de madurez. Junto a ellas hay otras que son capaces de afectar al lector en todo tiempo, porque en sobria sencillez llegan hasta su médula, sea niño o anciano. Cuando la savia es profunda permea raíz, tronco y ramas, llegando hasta las extremidades en tallos y flores. Somos aquello que hemos sido y leído, aquello que hemos pensado y amado, aquello que hemos realizado y omitido.
No se puede leer al azar, sin discernir, porque la vida es corta y lo que merece la pena leer es mucho. No podemos leer todo. Una característica de la juventud es pensar que el mundo, ancho y dilatado, le será visitable en todos sus rincones y cognoscible en todas sus dimensiones. Pero llega un momento en la vida en que esta intuición escinde como un rayo nuestra alma: hay en mi biblioteca un libro que ya no leeré, un paisaje que nunca más contemplaré, un amigo que no visitaré. Por ello es un imperativo sagrado seleccionar, yendo a lo bello, creativo y esencial.
Hay libros que tenemos que leer por obligación y otros que leemos por el gozo de la lectura gratuita. Estos hay que degustarlos, dejándose arrastrar por sus corrientes y modelar por sus aristas: libros de humanidad viva, en los que late un corazón gozoso o dolorido, en los que el humor y la esperanza brotan como un surtidor hasta la altura y nos lanzan al azul del cielo para ensancharnos con su inmensidad. Libros que alimenten la imaginación y la memoria, el corazón y la inteligencia; que nos conduzcan hasta aquellas angosturas en las que, puestos ante el borde de lo supremo, despertamos del sueño de nuestros desatinos, discerniendo lo que permanece de lo pasajero, la verdad de la mentira, la dignidad de la corrupción. Hay tanta o más filosofía en la novela del siglo XIX que en los sistemas filosóficos de ese siglo, y en el XX, Ortega y Unamuno nos han mostrado cómo la vida del hombre, la fe y la esperanza en Dios laten con suprema intensidad en las obras literarias de genio.
¿Se puede establecer un canon de lecturas? En nuestros días se han hecho famosos varios intentos desde la «Biblioteca de la gran literatura mundial» de H. Hesse a las obras de H. Bloom, monstrando: «Cómo leer y por qué» y las de Italo Calvino preguntando «Por qué leer los clásicos». Hay libros de valor universal que, trascendiendo el tiempo en el que surgieron, son contemporáneas de cada generación y de cada hombre.
La Odisea y la Biblia, San Agustín y Dante, Cervantes y Shakespeare... no pertenecen ya a nadie ni quedan enterrados en el marco de su nacimiento. A los clásicos hay que permitirles que nos habiten para poder nosotros inhabitarlos. Junto a ellos, cada uno tenemos que construir nuestra biblioteca personal. Borges dejó entre sus papeles una lista de prólogos a 64 obras de las 100 que iban a constituir su «Biblioteca personal». Cada vida es un abismo y para alumbrarla necesitamos ayudas. Cada vida es una construcción diferente y para edificarla se necesitan las piedras propias: cimientos y sillares, adarajas y cumbreras.
Hay que leer y a partir de cierta edad hay que releer. ¡Ay de quién no relea, porque eso supone que sólo leyó por mera curiosidad o forzada necesidad y que los libros no echaron raíces en su ser! Hay que volver, y no por nostalgia de pasado sino por ambición de futuro, a aquellos libros que nos fundan para siempre, porque nos abren los horizontes definitivos de la vida. Lecturas que nos descubrieron ideales y otras que nos forzaron a ver la verdad dura y desnuda a pesar de nuestra tentación de ocultarla o negarla. Libros de amigos y de enemigos, para no edificar sobre el orgullo, el odio o el resentimiento. Cuando visito la biblioteca de alguien la curiosidad me incita a observar qué libros están intactos, cuáles han sido usados y cuáles encuadernados. En la mía tengo una docena encuadernados en rojo. Son los que me han acompañado en mi camino y, desgastados, necesitaron un refuerzo para seguir acompañándome.
El invierno y el verano deben surtirnos con lecturas o relecturas placenteras, pero nunca triviles. Las palabras iluminadoras de H. Bloom merecen ser recordadas y repetidas: «Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable... Nada ni nadie, cualquiera que sea la colectividad que pretende representar o a la que intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad».
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